Uno de los aspectos que más admiro de una persona es la firmeza de sus convicciones, aun cuando puedan estar en contra de lo que defienda la mayoría. Un genio en este arte, además de en muchos otros, fue Albert Einstein. Alguien que defendió sus teorías, sin importarle lo más mínimo la opinión del público (ni para bien, ni para mal) y que se mantuvo humilde y respetuoso con los demás, a pesar de ser proclamado como el científico más importante del siglo XX.
Hoy le paso a él el teclado para que te cuente su punto de vista sobre si la Ciencia y la Espiritualidad pueden ir de la mano.
Nací el 14 de marzo de 1879 en Ullm, Alemania. Mi hermana Maja siempre se encargó de recordarme cómo se asustó madre nada más verme, porque tenía una cabeza muy grande. Temía que hubiera dado a luz un niño deforme. Con los años me aceptó tal cual como era, aunque mi abuela no parase de decir al verme que estaba demasiado gordo.
De niño me costó hablar, no lo hice hasta pasados los 3 años; y cuando empecé, lo hacía de forma muy lenta. Tenía tantas dificultades con el lenguaje, que mi familia temía que nunca aprendiese a hablar correctamente. Yo pienso que se debía a que era un niño paciente y metódico, y como no me gustaba exhibirme, no tenía necesidad de hablar por hablar.
A pesar de las dificultades que viví durante mi juventud, mudanzas, los problemas económicos de mi padre, mi dificultad en terminar los estudios por la pesadez que me causaban las letras, y la situación geopolítica del momento, estudié para ser profesor en física.
Una vez terminé, conseguí por medio de un contacto un trabajo en el Despacho de Patentes. Durante el día trabajaba diligentemente porque necesitaba cobrar un sueldo, pero en mi tiempo libre me dedicaba a mi verdadera vocación: resolver los misterios del Universo.

Publiqué por primera vez la teoría de la relatividad con 26 años, con la que revolucioné por completo el concepto (Deduje la ecuación más conocida a nivel popular: la equivalencia masa-energía, E=mc²). En el resto de publicaciones fui dando luz sobre otros temas, como por ejemplo, los relacionados con el origen del Universo.
Mis descubrimientos eran alabados por el resto de la comunidad científica. Tanto que con cuarenta años, quisieron otorgarme el premio Nobel de Física.
La verdad es que lo hacía por complacer a mi mente, mi fiel compañera. Disfrutaba enfrentándome a los problemas teóricos más enrevesados.

Nunca me preocupé por lo que pensaran los demás de mí. De verdad, no me importaba la opinión ajena, ni para bien ni para mal. Muestra de ello era que cuando daba clases en la Universidad de Princeton, me paseaba vestido con sudaderas, pantalones caídos y sin calcetines, al contrario del comportamiento de otros profesores mucho menos conocidos.
Pero todo esto es historia que hoy no te quiero contar y que puedes leer en otras webs.
Hoy, Miss Fuentes me ha pedido que te hable de algo que algo que me preguntaban constantemente: mi opinión sobre la religión.
En enero de 1936 recibí una carta de una niña muy inteligente, que me la enviaba de parte del colegio. En ella me preguntaba si los científicos rezan.
Estaba recolectando información para su escuela, así que había mandado la misma pregunta a diversos científicos famosos del momento.
Me sorprendió la sagacidad de la misiva y no pude evitar responder con la carta siguiente:
24 de Enero de 1936.
Querida Phyllis,
Voy a intentar responder a tu pregunta de la forma más sencilla que pueda. Aquí mi respuesta:
Los científicos creen que cada hecho, incluyendo los asuntos de los seres humanos, es debido a las leyes de la Naturaleza. Por lo tanto, un científico no puede estar inclinado a creer que el curso de los eventos está influenciado por el rezo, es decir, por un deseo sobrenatural manifestado.
Sin embargo, debemos reconocer que nuestro actual conocimiento de estas fuerzas es imperfecto, por lo que al final, la creencia de la existencia de un Destino, de un Espíritu Supremo reposa en una especie de Fe. Esta creencia está generalizada en la sociedad, incluso con los actuales avances de la ciencia.
Pero también, cualquiera que esté seriamente involucrado en el propósito científico, se convence de que ese Espíritu se manifiesta a través de las Leyes del Universo, tan vastamente superior al del hombre. En este sentido, el propósito de la Ciencia nos lleva a una especie de sensación religiosa, que es seguramente muy distinta de la que enseña una religión más inocente.
Mis saludos cordiales,
Tu A. Einstein”.

Durante los años volví a hablar muchas veces del tema, y con cada conversación lo veo más nítido:
La búsqueda de la verdad y de la belleza es, en mi opinión, un deber del ser humano, aunque nunca seremos capaces de entenderlo del todo. Es algo que debemos hacer utilizando nuestra mente intuitiva, que es un regalo sagrado, y la mente racional, que es un fiel sirviente. No podríamos saber lo que sabemos sin la intuición. Y a pesar de eso, hemos creado una sociedad que honra al sirviente (la mente racional) y ha olvidado su regalo (la intuición).
El intelecto cumple una función, pero no debemos hacer de él nuestro Dios. Ni tampoco caer en una Fe ciega o en el miedo a lo desconocido, que nos impidan movernos y buscar respuestas. Las hay, porque Dios no juega a los dados con el Universo. Es sutil, pero no malicioso.
Pero yo no sé nada. Yo no tengo la verdad absoluta de la vida y ningún ser humano puede tenerla. Quien se compromete a erigirse a sí mismo como juez de la Verdad y del Conocimiento es náufrago de la risa de los dioses.
La mente humana no es capaz de comprender el Universo. Somos como un niño pequeño entrando en una enorme biblioteca. Las paredes están cubiertas hasta los techos con libros en muchas lenguas diferentes. El niño sabe que alguien debe haber escrito esos libros. No sabe quién ni cómo. No entiende los idiomas en que están escritos. Pero el niño señala un plan definido en la disposición de los libros, un misterioso orden que no comprende, pero sólo vagamente sospecha.
Lo importante es no dejar de hacerse preguntas. La curiosidad tiene su propia razón de existir. Uno no puede dejar de estar en temor cuando contempla los misterios de la eternidad, de la vida, de la maravillosa estructura de la realidad. Es suficiente si uno trata simplemente de comprender un poco de ese misterio cada día. Nunca hay que perder la sagrada curiosidad.
En realidad, el individuo sin el resto del Universo no es nada, no somos nadie. Pero en conjunto lo somos todo, un único espíritu. Un ser humano es una parte de un todo, llamado por nosotros Universo, una parte limitada en el tiempo y en el espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos y sentimientos como algo separado del resto, una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es una especie de prisión, que nos restringe a nuestros deseos personales y al afecto por unas pocas personas cercanas a nosotros. Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta prisión ampliando nuestro círculo de compasión para abarcar a todas las criaturas vivientes y toda la naturaleza en su belleza.
Todos los que pisamos la faz de la Tierra tenemos un sentido aquí. El hombre que considera su propia vida y la de sus semejantes como carente de sentido no es solamente desgraciado, sino casi descalificado para la vida.
La verdadera religión es vida real, viviendo con toda el alma, con todo lo bueno de uno y la justicia.







