Un tema tabú, del que muy poquitas personas hablan -pero que viviremos todos- es la muerte. Si bien es la fase más normal y natural de la vida, nos da miedo siquiera nombrarla, como si la fuéramos a invocar.
Y morir es incluso más lógico, sencillo y natural que nacer. Mientras que para nacer precisamos de la coincidencia de una serie de factores y circunstancias muy complejos, para morir no hace falta mucho… Cada nacimiento es un milagro, pero cada fallecimiento es una consecuencia natural de la vida.
En mi opinión, lo peor de esta falta de aceptación social es que cuando perdemos a un ser querido o enfermamos nosotros mismos gravemente, todavía lo pasamos peor porque no nos hemos preparado mentalmente para esa realidad y tampoco podemos hablar sobre ello con nuestro entorno, porque no saben cómo afrontarlo. Algunas personas incluso pueden llegar a eludirnos porque quieren evitarse la tristeza de vernos viviendo nuestro duelo.
El día que a mí me tocó sufrir el dolor de la pérdida de un ser muy querido, me ayudó mucho encontrar a la protagonista de esta historia, Elisabeth Kübler-Ross, una doctora psiquiatra que dedicó su vida a acompañar a personas que estaban en la última etapa de su vida, enfermos, jóvenes y ancianos, para ayudarles a vivir y aceptar esta última etapa de su vida con paz y dignidad.
Elisabeth entendió desde muy pequeña que la muerte es una etapa más en la vida de toda persona, y que es preciso que la sociedad la acepte y seamos capaces de hablar de ello, porque todo aquél que va a dejar este mundo siente un gran consuelo en la expresión de sus sentimientos y en el amor incondicional de quien les presta su oído.
Hoy la sigo leyendo y aprendiendo mucho de su mensaje, porque me ayuda a encontrar respuestas a las grandes incógnitas de la vida: ¿Para qué estamos aquí? ¿Por qué tantas desgracias? ¿Por qué nos morimos? ¿Qué hay después de la muerte? ….
Así que no me enrollo más y le paso a ella mi teclado para que pueda contarte su experiencia:
«Mis dos hermanas y yo nacimos juntas el 8 de julio de 1926 en Zurich, en el seno de una familia modesta, con un padre muy duro y una madre muy cariñosa. Digo juntas, porque fuimos trillizas.
Nuestra madre nos vestía igual a las tres y tanto ella como nuestro entorno, nos regalaban exactamente los mismos juguetes y ropas. Jugábamos a los mismos juegos y nos apuntaban a las mismas actividades. Estábamos siempre unidas. Tanto, que la gente nos trataba como si entre las tres fuéramos una única persona.
De pequeña me costaba mirarme en el espejo e identificarme. Era como si hubiera nacido con la pérdida de una identidad propia y única. Necesitaba a mis hermanas conmigo para sentirme completa.
De hecho, las tres nos hicimos famosas. Un parto de trillizas en aquella época no era nada habitual, no tanto como lo puede ser ahora. Mostraban nuestras fotos en anuncios y yo era invisible como individuo. El sentimiento de que yo no tenía ninguna importancia como “ser único” fue una lección que me ayudó a entender cuánto significa una persona para otra y lo que significa una pérdida, sea grande o pequeña.
Mi padre era un hombre sin escrúpulos. Un día me obligó a llevar al carnicero a mi conejito favorito, mi mascota, mi ser más amado, y traerlo a casa en una bolsa con mis propias manos. Sentí tanto odio, rabia y pena mientras le veía devorarlo, que ni siquiera fui capaz de llorar. Aquel día aprendí a reprimir mis sentimientos y evitar el llanto, algo que aguanté durante 40 años, hasta que exploté. Aunque fue doloroso, quizá gracias a eso fui capaz de ayudar y acompañar a tantas personas en su sufrimiento durante mucho tiempo.

Alrededor de los 8 años enfermé gravemente de neumonía. Al principio mis padres pensaron que tenía un leve catarro, pero al ver que no mejoraba, me llevaron al hospital y me ingresaron. Me pusieron en una habitación con una niña de más o menos mi edad. Y aquello marcó mi vida.
En ese mundo de personas con batas blancas, yo sabía que aquella niña estaba mucho más enferma que yo. También veía que no tenía visitas. Era una pequeña niña con piel de porcelana translúcida, que apenas hablaba. Después de unos días juntas, un día me dijo que aquella noche se iría. Yo me preocupé, pero ella dijo: “No pasa nada. Hay ángeles esperándome”.
Yo no tenía miedo del viaje que mi amiga iba a emprender. Era como el atardecer. Parecía que se moría sola, pero yo tenía la impresión de que estaba atendida por alguien de otro plano. Pero verla hacerlo sola, en aquella habitación, me dio mucha pena.
En otra ocasión, a los pocos años, presencié otra muerte. Un amigo de mis padres, un granjero de unos 50 años, cayó de un manzano y se rompió el cuello. Los médicos dijeron que no se podía hacer nada y la familia lo llevó a su casa para morir. Tuvo tiempo para que su familia y amigos vinieran a visitarlo. Le habían colocado en una cama donde podía contemplar las flores del jardín a través de un ventanal. Una muerte así transmitía un sentimiento de paz, amor, de tristeza por supuesto, pero también de calidez, a diferencia de la niña del hospital. Por eso, en mis últimos años elegí vivir en una habitación con flores y una gran ventana. Pero esto te lo cuento luego 😉
Durante mi adolescencia trabajé como voluntaria reconstruyendo comunidades devastadas por la Segunda Guerra Mundial. Después de la liberación, en 1945 visité Majdanek, un campo de concentración donde habían muerto más de 300.000 personas. Buscaba algo que me ayudara a entender. Alguna señal de cómo aquellas personas vivieron en medio de tanta pérdida, recluidos. Mientras caminaba por los enormes barracones donde se confinaba a la gente en condiciones horribles, vi las inscripciones en las paredes. Habían escrito nombres, fechas y cualquier cosa que pudiera reflejar que estuvieron allí. Y había una imagen que se repetía una y otra vez: la de mariposas.
Estoy segura de que si ahora te pido que imagines todos los lugares del mundo donde podría haber mariposas, nunca podrías imaginar un campo de exterminio. Pero allí estaban. Durante los siguientes 25 años me pregunté por qué había tantas mariposas, y ahora sé que estas son un símbolo de transformación, no de muerte, sino de vida que continúa, no importa de qué forma.

Y me pasó algo maravilloso. Conocí allí a una niña que se había quedado atrás cuando las cámaras de gas no podían contener a otra persona. Se quedó a una persona de morir en ese momento. Y aquella niña, en lugar de permanecer amargada, eligió perdonar y olvidar. Decía: «Si puedo cambiar la vida de una persona del odio y la venganza, al amor y la compasión, entonces es que merecía sobrevivir».
Aquellas experiencias marcaron mi vida y me hicieron comprender algo muy importante: la muerte es tan sólo una etapa más de la vida. Es preciso cambiar la cultura de miedo y rechazo que tenemos frente a ella. Por eso decidí dedicar mi vida a ayudar a las personas a prepararse para la muerte, a afrontarla con paz y dignidad.
Estudié medicina en contra de los deseos de mi padre, quien deseaba que yo fuera secretaria. Mi hermana Erika iba a ser profesora y mi hermana Eva, recibiría una formación general, todo según su mandato.
Pero yo tenía muchas preguntas por resolver ¿Por qué había nacido en un parto trillizo sin identidad propia? ¿Por qué había vivido todas aquellas experiencias cercanas a la muerte? Lo tenía tan claro que no me importó su opinión lo más mínimo. ¡Y menos mal! Durante la carrera conocí a quien fue mi compañero de vida, Emanuel Robert Ross. Nos casamos con 32 años, y nos mudamos a Nueva York a cumplir con nuestras pasantías.
Durante aquellos años viví una pérdida muy dolorosa, un aborto. Y gracias a creer en un poder superior, pude continuar con mi vida y con mi trabajo impertérrita. Posteriormente volví a sufrir otro aborto. En aquella época estaba intentando entrar a hacer mis prácticas en una buena residencia pediátrica, algo que deseaba mucho. Pero precisamente por estar embarazada (antes de perderlo), me rechazaron. Como ya se habían cogido muchos sitios, en aquellas fechas la única elección posible para mí era una residencia psiquiátrica.
Ahora veo que el trabajo de mi vida no hubiera sido posible de no ser por estos tristes virajes del destino. Si no hubiera perdido a los bebés no habría entrado en una residencia de psiquiatría y no podría haber cumplido con el propósito de mi vida. Esta mezcla de pérdida y nacimiento parecía ser una parte natural de mi camino.
Después de mis dos abortos, tenía miedo de ser una mujer que perdía siempre a los bebés. Pero la vida me tenía preparados otros planes. En 1962, con 36 años, tuve mi primer hijo, Ken, y decidimos dejar Nueva York para trasladarnos a Denver. Tan sólo tres años después nació nuestra segunda hija, Bárbara, y de nuevo decidimos trasladarnos, esta vez a Chicago.
En Chicago encontré trabajo como profesora asistente de psiquiatría en el Hospital Billings, afiliado a la Universidad. Gracias a eso, comencé a centrarme en el tratamiento psicológico de pacientes terminales que padecían ansiedad. Descubrí que muchos profesionales de la salud preferían evitar hablar de la muerte con sus pacientes, dejándoles que se enfrentaran a la muerte en soledad. Las facultades de medicina habían preferido centrarse en la recuperación de los pacientes en lugar de en su muerte. Yo sabía que esto era un error, que dejábamos de lado el paso más importante de la vida, y por eso insistí en mi trabajo, organizando seminarios sobre la muerte y el morir con cuidadores, personal sanitario y otras personas. A pesar de que muchos compañeros no creían en ello, conseguí atraer a un gran público interesado en afrontar estos temas. Personas que sufrían y querían dejar de hacerlo, hablando de ello.
En 1969 decidí escribir un libro tratando el tema, Sobre la muerte y los moribundos, lo que me impulsó a dedicar mi práctica clínica a los pacientes moribundos y a fundar el Shanti Nilaya («hogar de paz»), un centro de curación cerca de la ciudad californiana de Escondido. En la década de 1980 comencé a concentrarme en ayudar a pacientes con sida y a otros enfermos que debían enfrentarse a la muerte.
Incluso compré una granja de 300 acres en Virginia para convertirla en un lugar de curación para el cuidado de niños con sida. Los lugareños no lo veían con buenos ojos por el estigma que conlleva dicha enfermedad, además del de la propia muerte. Mi granja despertaba tanto odio y miedo, que finalmente unos incendiarios le prendieron fuego. Y también tuve que aprender a aceptar aquella pérdida.
Como ves, mi vida no ha sido un camino de rosas, aunque sí he vivido muchos momentos maravillosos. He aprendido que no hay alegrías sin dificultades, no hay placer sin dolor. Si no fuera por la muerte, ¿aceptaríamos la vida? Yo creo que nuestro objetivo aquí es amar y ser amados y crecer.
Por eso, a pesar del rechazo que siempre ha generado mi trabajo, he seguido con él hasta que me jubilé en 1996.
Me sentía plena ayudando a familiares a manejar su pérdida, a saber cómo enfrentarse a la muerte de un ser querido; les explicaba cómo apoyar a la persona en agonía, lo que debía hacerse en esos difíciles momentos y lo que debía evitarse. Bajo mi tutela se crearon fundaciones y movimientos cívicos que reclamaban el derecho a una muerte digna. Y con mis libros pretendía que miles de familias recibieran un consuelo.

Toda mi obra versa sobre la muerte y el acto de morir, y en ella voy describiendo diferentes fases de la persona enferma según se aproxima su final: negación, ira, negociación, depresión y aceptación.
Nunca pertenecí a ninguna confesión religiosa, aunque mis padres me educaron en el calvinismo. Por supuesto siempre me ha parecido muy loable la labor de los capellanes católicos y protestantes en los hospitales.
En mi trabajo vi que los niños dejaban este mundo confiados y serenos; que algunos adultos partían sintiéndose liberados, mientras que otros se aferraban a la vida porque aún les quedaba una tarea que concluir. Pero todos hallaban consuelo en la expresión de sus sentimientos y en el amor incondicional de quien les prestaba oído.
Los moribundos siempre han sido maestros de grandes lecciones, porque cuando nos vemos empujados hacia el final de la vida es cuando la vemos con mayor claridad. Al compartir con nosotros sus lecciones, los moribundos nos enseñan mucho sobre el inmenso valor de la vida en sí.
Además, los que han estado técnicamente muertos y los han hecho volver a la vida nos transmiten algunas lecciones claras y sencillas. Primero, aseguran haber perdido el miedo a la muerte. Segundo, dicen que ahora saben que la muerte solo es desechar un cuerpo físico, muy semejante a quitarse un conjunto de ropas que ya no son necesarias. Tercero, recuerdan haber tenido una profunda sensación de integridad en la muerte, haberse sentido conectados con todo y con todos, y sin ninguna sensación de pérdida. Finalmente, nos cuentan que nunca estuvieron solos, que alguien estaba con ellos.
Nunca me quedaron dudas: morir es tan natural como nacer y crecer, pero el materialismo de nuestra cultura ha convertido este último acto de desarrollo en algo aterrador.
Y espero que quien esté leyendo estas frases no me entienda mal. Por supuesto hay que llorar la muerte. El duelo es un proceso natural, que hay que vivir y sentir plenamente. Y no soy ajena a eso. En mis últimos 9 años de vida he sufrido derrames cerebrales que me han provocado parálisis parcial, y esto me ha llevado en diversas ocasiones a no encontrar sentido a nada. Aunque sé que si sigo aquí es por algún motivo. Siempre lo es.
Durante este tiempo he escrito dos libros más con mi ayudante, David Kessler. Y gracias a ello, he tenido tiempo para reflejar y recordar viejas historias de pérdida que coincidían en gran medida con la mía propia.
Lloré muchas veces mientras escribía estos libros (porque como te dije, recuperé la habilidad de llorar, tan valiosa y maravillosa). Postrada en la cama, he sentido el dolor de todas las vidas y las pérdidas de las que había formado parte, durante el tiempo que mantuve una distancia emocional.
Perdí también a mi primer marido, Emmanuel. Aunque nos habíamos divorciado, nos seguíamos queriendo, habíamos crecido juntos y su pérdida fue muy dolorosa para mí. Pero descubrí que le veía también a través de nuestros hijos, en sus caras, en sus formas de hablar y de moverse…
En la anticipación del duelo me doy cuenta de cómo todas mis pérdidas, incluso mi propia muerte, se hallan entrelazadas con los que siguen viviendo.
No existe un dolor mayor que el de la pérdida de un ser querido. Siendo testigo de la vida, he aprendido que todo el mundo atraviesa dificultades. La adversidad sólo te hace más fuerte. La vida es dura, la vida es una lucha, como ir a la escuela donde recibes muchas clases: cuanto más aprendes, más difíciles son las lecciones.
En 2002, una de mis hermanas se puso muy enferma. Viajé a su lado y le ofrecí uno de mis riñones, pero ella respondió “si ha llegado mi hora, pues ha llegado”. Me fue más fácil sentirme enfadada que triste. Por más que lo entendiera racionalmente, no quería que mi hermana muriese. Habíamos llegado juntas y siempre pensé que sería igual con la muerte. Cuando se fue, pensé que yo sería la siguiente y eso me llevó a un nivel más profundo de mi pena anticipada en torno a mi muerte.
He estado en duelo anticipado durante años. De toda tu vida, este es el momento de ser tu “yo” más auténtico. No de lo que los demás creen saber de ti, sino tú misma. Es el momento en que sabes que la muerte se acerca. Quizá seguí con vida más años de los que pensé, porque todavía tenía que aprender a ser paciente y a recibir amor.
Mis últimos años los pasé tumbada en una cama rodeada de flores y mirando a través de una gran ventana. Una habitación no muy diferente a como una vez pensé que sería una buena muerte. Mientras esperaba, tenía a mis hijos, mis maravillosos nietos, y seguía sintiendo un gran amor por mi trabajo. Escribir libros en esta última etapa ha sido una manera de sentirme útil, incluso en el tramo final de mi vida.
El proceso de morir, cuando se prolonga tanto como sucedió en mi caso (9 años), es una pesadilla. Después de muchos años de independencia total, es un estado difícil de asumir.
Estamos aquí para sanarnos unos a otros y a nosotros mismos. No una sanación como en la recuperación física, sino una sanación mucho más profunda. La sanación de nuestros espíritus, de nuestras almas.
En lo más profundo, todos sabemos que hay alguien que estamos destinados a ser. Y podemos sentir cuándo nos vamos convirtiendo en ese alguien. Lo contrario también es verdad: sabemos cuando algo no encaja y no somos la persona que estábamos destinados a ser.
Ahora sé que el sentido de mi vida es más que estos estadios. Me he casado, he tenido hijos, después nietos, he escrito libros y he viajado. He amado y he perdido y soy mucho más que cinco etapas de duelo. Igual que tú, aunque tengas una vida muy diferente.
Morir no se trata sólo de la vida perdida, sino también de la vida vivida.
Y desde la experiencia te digo algo importante:
Consciente o inconscientemente, todos buscamos respuestas, intentando aprender las lecciones de la vida. Andamos a tientas por miedo y culpa. Vamos en busca de sentido, amor y poder. Tratamos de comprender el miedo, la pérdida, el tiempo. Tratamos de descubrir quiénes somos y cómo podemos llegar a ser realmente.
Sin embargo, con demasiada frecuencia los buscamos en el dinero, en la condición social, en el trabajo perfecto, o en otros lugares, solo para descubrir que estas cosas carecen del sentido que esperábamos encontrar y que incluso nos producen angustia. Seguir estas pistas falsas sin una comprensión más profunda de su significado nos deja inevitablemente con una sensación de vacío, creyendo que la vida tiene muy poco o ningún sentido, que el amor y la felicidad son tan solo espejismos.
Para conocernos, ser auténticos con nosotros mismos, para descubrir lo que queremos hacer y lo que no, necesitamos comprometernos con nuestras propias experiencias. Todo lo que hacemos debemos hacerlo porque nos produce alegría y paz, desde el empleo que tenemos hasta la ropa que usamos. Si hacemos algo para aparentar respetabilidad a los ojos de los demás, no estamos viendo el valor que hay en nosotros. Es sorprendente hasta qué punto vivimos mucho más por lo que deberíamos hacer que por lo que queremos hacer.
Solo podemos encontrar paz y felicidad en el amor cuando eliminamos las condiciones que ponemos a nuestro amor por los demás. Como seres humanos, no es posible encontrar un amor totalmente incondicional entre nosotros, pero podemos encontrar más que los pocos minutos que por lo general tenemos en la vida.

Uno de los propósitos para los que sirve la pérdida en la vida es que ella nos une. Nos ayuda a comprender a los demás de un modo más profundo. Nos conecta con los otros como ninguna otra lección de vida podría hacerlo. Cuando nos une la experiencia de la pérdida, nos preocupamos por los demás y los percibimos de un modo nuevo y más profundo.
No tendrás otra vida como ésta. Nunca volverás a desempeñar este papel y experimentar esta vida tal como se te ha dado. Nunca volverás a experimentar el mundo como en esta vida, en esta serie de circunstancias concretas, con estos padres, hijos y familiares. Nunca tendrás los mismos amigos otra vez. Nunca experimentarás de nuevo la tierra en este tiempo con todas sus maravillas. No esperes para echar una última mirada al océano, al cielo, las estrellas o a un ser querido. Ve a verlo ahora.
Crucé al otro lado de la orilla el 24 de agosto de 2004, rodeada de flores, de luz, de amor y mirando un gran cielo azul.
Y en este barco, me llevé lo único que podemos poseer y conservar, el amor.










Bibliografía:
- https://es.wikipedia.org/wiki/Elisabeth_K%C3%BCbler-Ross
- Sobre el Duelo y el Dolor, Elisabeth Kübler-Ross y David Kessler.
- Lecciones de Vida, Elisabeth Kübler-Ross.