Los reforestadores, Sebastião y Léila

Sebastiao y Léila Salgado

Conseguir lo imposible está en la mano de quienes lo ven posible. Esto es lo que nos pueden decir los protagonistas de esta historia, una pareja de amantes, amigos y compañeros de vida, que juntos han conseguido repoblar un bosque en Brasil.

Él es uno de los fotógrafos más reconocidos del mundo y también uno de los más cotizados por museos y coleccionistas. 

Ha recibido diversos premios, como en  1982, el W. Eugene Smith de Fotografía Humanitaria; ha sido nombrado caballero de la Legión de Honor en Francia; ganó un World Press Photo en 1985, el Hasselblad en 1989; en España fue el primer fotógrafo en recibir el Príncipe de Asturias de las Artes; en Madrid, recibió un premio de la Sociedad Geográfica Española “por la calidad y espíritu de su trabajo viajero”. 

Su nombre es Sebastião Salgado. 

A su lado desde hace más de 50 años, su mujer, Lélia Wanick Salgado, compañera y pieza clave en su carrera vital. Sin ella ni siquiera hubiera comprado una cámara fotográfica, y ella misma tampoco se queda atrás en cuanto a galardones. Autora, productora de cine y ecologista brasileña, su documental The Salt of the Earth, fue nominado a un Oscar en 2015 como Mejor Largometraje Documental. Ganó el Premio del Público 2014 en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, ​el Premio del Público en el Festival Internacional de Cine de Tromsø 2015​ y el Premio al mejor documental en la 40ª edición de los Premios César del cine francés.

Además de que sus vidas se hayan dedicado a la fotografía y a las historias, ambos reforestaron por completo la Hacienda Bulcao con su flora original, dándole vida a un proyecto emblemático y esperanzador para todo el mundo.

Aquí te dejo a ambos para que te cuenten su historia tan bonita…


Sebastião dice:

Nací el 8 de febrero de 1944 en Aimorés, un municipio del estado de Minas Gerais, el más barroco de Brasil. 

Crecí en la naturaleza. Mi padre tenía haciendas y yo pasaba el día a caballo o caminando. Los domingos, varios amigos nos levantábamos a las cuatro de la madrugada para ir a cazar; volvíamos por la tarde, agotados, y nos íbamos a nadar. Por eso, la parte principal de mi trabajo ha sido la fotografía de la naturaleza, no de las personas.

Estudié Economía en la Universidad de Sao Paulo. Como tengo doble nacionalidad francesa y brasileña, hice mi doctorado en París, en la Escuela Nacional de Estadística Económica. Durante muchos años me ganaba muy bien la vida como economista, trabajando en la Organización Internacional del Café. Pero sabía que en el fondo, aquello no era lo mío. No me apasionaba, no me hacía vibrar.

Me encantaba la pintura, fotografiaba obras en blanco y negro de Rembrandt. Empecé a ver que podía crear esas mismas luces y profundidades. El fotógrafo debe transmitir lo que ve su ojo en el momento de disparar, hay que romper los límites de la cámara. Y ver lo que hacen otros no significa nada, cada uno tiene sus luces interiores. Se fotografía con el pasado de cada uno, con su ideología.

Sebastiao y Léila

En 1971 nos mudamos a Londres donde trabajé como economista en la International Coffee Organization y comencé a viajar al continente africano en comisiones para el Banco Mundial. Ahí realicé mis primeros trabajos fotográficos que fueron la razón para trocar, definitivamente, la práctica económica por la fotografía. Cuando me instalé en Inglaterra y desde ahí empecé a viajar a África por mi trabajo, la fotografía me proporcionaba más placer que los informes que debía hacer. Así que un día me metí con Lélia en un barquito de un estanque en Hyde Park y lo discutimos durante horas. Tenía una invitación para ser profesor en la Universidad de São Paulo, otra para trabajar en Washington en el Banco Mundial; para un joven economista era un futuro fabuloso. Y, sin embargo, elegí la fotografía.

En 1973, di el paso a dejar mi trabajo seguro y prometedor como economista, para ser fotógrafo. Empecé relativamente tarde para la época, con 29 años, y no tenía ninguna formación al respecto. Lo aprendí todo por mí mismo. 

Comencé trabajando en París para la agencia Gamma, y después me uní a Magnum Photos, con grandes fotógrafos con quienes compartíamos gustos personales, pero trabajábamos con técnicas muy diferentes. En 1994 formé mi propia agencia Amazonas Images para tener más libertad y representar a mi manera mi propia obra.

Las situaciones que llamaban mi atención y quería dejar reflejadas eran las de pobreza, en países subdesarrollados, de personas con culturas tan distintas a la nuestra. 

Llevo casi medio siglo intentando extraer con mi cámara fotográfica algo parecido a la esencia del mundo y de la humanidad.

Imagen de Sebastiao, Amazonas

En cada viaje, no tenía derecho a comer la comida de los indígenas y tenía que traerla: por eso iba con un cocinero. Tambien tenía que ir con un antropólogo o un traductor, una persona que les conociera, porque yo no hablo esa lengua. Y con una o dos personas de la Fundación Nacional del Indio, que conocen la selva. Tenía incluso una persona que sabía operar las piraguas, las barcas, porque es muy difícil llevarlas por los ríos pequeños. 

Una vez alcanzado el destino, había que montar un estudio portátil donde los indígenas, vestidos con plumas, posaran para el visitante. Entran en otro mundo: es la primera vez que se aíslan. La relación con el fotógrafo es muy interesante. A veces vienen uno o dos, a veces una familia, a veces 10, a veces 30.

Sebastiao fotografiando

Los indígenas somos nosotros. Cuando vas a trabajar con las comunidades indígenas, estás con tu comunidad, la comunidad del Homo sapiens. Pero es una comunidad protegida, que no ha sido violada, que no ha tenido las influencias de las grandes corrientes religiosas ni de las deformaciones impuestas por los límites de los Estados, ni por el dominio del capital ni de la política. ¡Son seres libres! Viven en paz.Aquel mundo está cerca del concepto inicial de lo que para nosotros es el paraíso. ¡El paraíso existe! Imagina que despiertas y puedes ir a cazar o no, ir a la pesca o no ir, dormir cuando quieras.

Más que nunca, siento que solo hay una raza humana. Más allá de las diferencias de color, de lenguaje, de cultura y posibilidades, los sentimientos y reacciones de cada individuo son idénticos.

Yo creía firmemente en esto, aunque me acusaron de utilizar de manera cínica y comercial la miseria humana, de exponer de manera bella las situaciones dramáticas corriendo el riesgo de hacer perder su autenticidad.

Se dijo que yo hacía estética de la miseria. ¡Y una mierda! Fotografío mi mundo, soy una persona del Tercer Mundo.  Conozco África como las líneas de mi mano porque hace sólo 150 millones de años África y América eran el mismo continente. No he querido retratar a los desfavorecidos, yo nunca he sido un militante, es solo mi forma de vida y lo que pensaba. 

Imagen de Sebastiao, Ruanda

En este camino tuve la suerte de conocer a una mujer maravillosa, mi compañera de vida y mi media naranja tanto en el terreno personal como en el profesional. Léila Wanick Salgado. Ella nació en 1947 en Vitoria, Brasil. Sin ella, no habría podido llegar donde estoy. Estudió arquitectura y hoy es autora, productora de cine y ecologista. Ha fundado revistas, galerías de fotografía, la agencia de prensa fotográfica Amazonas Images, y ha recibido premios por los documentales que ha producido. Es una genio. 

Nos conocimos en  la Alianza Francesa, en Vitória, en 1964, cuando yo tenía 20 años y estudiaba mi doctorado en Economía y ella 17, y estudiaba arquitectura. Fue un flechazo. Empezamos a vivir juntos en una residencia de estudiantes en París y nos casamos tres años después.

Aunque al principio cada uno se dedicaba a materias muy diferentes – yo era un prometedor economista y ella, estudiaba arquitectura-, después de dar el salto a atreverme a vivir de mi pasión, coincidimos también profesionalmente en la Agencia Magnum. Ella era la editora de mis obras, y gracias a su trabajo mis fotos llevaban a libros y exhibiciones. 

Sebastiao y Léila en los 70

Léila dice: 

Fui yo quien compró la primera cámara fotográfica que tuvimos, cuando vivíamos en París. La necesitaba para mis trabajos de la carrera, tenía que fotografiar edificios. 

A Sebastião le gustó tanto que no es que yo le diese la máquina, ¡me la robó!

Él jugaba mucho con ella… Montó un pequeño laboratorio en nuestro cuarto de la Ciudad Universitaria y empezó a hacer unas fotos muy lindas.

Fueron pasando los años y entre los dos, forjamos un tándem. Él era bueno en el terreno, y yo con la edición de libros  —Otras Américas, Trabajadores, Éxodos, Génesis…— y la organización de exposiciones. 

Lo que yo sé hacer, él no sabe hacerlo. Y viceversa. Sebastião trabaja con muchos ítems distintos. Yo tengo que imaginar cómo ordenarlos y, con ellos, inventar una historia.

Alguna vez se ha dicho que soy la mujer detrás del hombre. Pero ambos compartimos que yo estoy al lado, no detrás de Sebastião.

Sebastião dice: 

Gracias a mi esposa descubrí la fotografía. Cuando la compró, por primera vez miré a través de una lente – y la fotografía de inmediato comenzó a invadir mi vida.

Desde entonces, es ella la que concibe y diseña mis libros, o mejor dicho, nuestros libros. 

Mi relación profesional con mi pareja después de tantos años de casados no es complicada porque amo profundamente a mi mujer. Tiene un gusto excepcional, una capacidad de organización que yo no tengo, se ocupa de las exposiciones que tenemos por todo el planeta y me encantan los libros que diseña para mí. Desde hace más de medio siglo, ahí vamos, peleando…. Desde el principio me apoyó porque las cosas que yo buscaba no estaban a la puerta de casa, tenía que estar tiempo fuera y ella se ocupó de nuestros hijos.

El proceso de trabajo es siempre parecido. Yo traigo las fotografías de mis viajes, y Lélia se las lleva a un altillo en el estudio que tenemos en París. Las cuelga de una pared y va construyendo la secuencia. Yo estoy tan metido en las fotografías que a ella le cuesta menos tomar distancia y ver con más claridad el relato que esconden las imágenes. Pero en ocasiones se complican las cosas y entonces yo le digo:

—Yo quiero que esta fotografía esté.

—Lo intentamos, me dice. 

Así, mano a mano, hemos fabricado los libros y exposiciones, y así hemos creado Amazônia: el punto final de nuestra carrera y un regreso al origen.

Sebastião Salgado y Lélia Wanick Salgado, fotografiados en su estudio, en París, realizando labores de edición fotográfica. Su último libro y exposición, Amazonia se inauguró en París el 20 de mayo de 2021, en la Philharmonie de París – ©Ed Alcock

Y lo hemos hecho porque necesitamos la Amazonia, la mayor concentración de biodiversidad del planeta. La necesitamos por las aguas: es la mayor concentración de agua dulce del planeta. Y por la humedad que se distribuye en todo el planeta por medio de los ríos voladores, un concepto nuevo: hay más agua que se evapora de la Amazonia por vía aérea cada día que el volumen de agua que el mayor río del mundo, que es el Amazonas, echa en el océano Atlántico.

Cuando venía en el avión y veía por la ventana las montañas, los ríos… El planeta es maravilloso. Siempre he pensado que, por mi tipo de fotografía, soy como aquellos hombres que en la Edad Media, movidos por la curiosidad, iban de ciudad en ciudad para conocer las cosas y transmitirlas. La vida de los fotógrafos es así: ir, descubrir, conocer y transmitirlo. La fotografía que hago es el espejo de la sociedad. Es una función que no existía hace 100 años y que no creo que exista en unos 20… Sobre todo después de la incursión de las Redes Sociales con eso que llaman “publicaciones”, que distan mucho de ser fotografías.

Leila y yo hemos tenido dos hijos, Juliano, cineasta, que vive en São Paulo, y Rodrigo, quien vive con nosotros en París y se dedica a pintar. Rodrigo nació con síndrome de Down y eso transformó nuestra tribu. 

Los ojos se nos iluminan siempre que hablamos de él , porque Rodrigo influyó en nuestra vida, en mi manera de fotografiar, de relacionarme con las personas, la paciencia que desarrollé… Nos situó en otro nivel de la vida.

Lélia: “Es una persona maravillosa. Somos lo que somos por Rodrigo”.

Sebastião: “Se parece mucho a los indígenas de los que le hablaba hace un momento. Es bueno, puro, sano. Es colosal. 

Rodrigo y su madre

Léila dice: 

Quiero hablaros de nuestro “Bosque del niño”.

En los años 90, cuando Sebastião volvió de África, de documentar los horrores del genocidio de Ruanda, necesitaba un descanso para su alma. Aquel proyecto fue tan demoledor para él, que necesitaba zambullirse en algo diferente que le mantuviera ocupado y ajeno a tanto sufrimiento. Decidimos hacernos cargo de un rancho enorme de su familia en Minas Gerais, en el corazón del bosque atlántico, a unos 200 km de la costa brasileña —una región que de pequeño era un frondoso bosque tropical. Desafortunadamente, el área había sufrido una transformación drástica: solo un 0.5% estaba cubierto de árboles, y toda la fauna había desaparecido. “La tierra estaba tan enferma como yo”, me decía. 

Para nosotros era muy triste ver la tierra en el estado en el que estaba, completamente degradada, seca, sin pájaros, sin animales, sin árboles, sabiendo que en otra época, aquello fue muy diferente. La propia hacienda, la herencia de sus padres, estaba que se caía a trozos.

Me dio tanta pena, que un día dije “Vamos a plantar un bosque aquí, vamos a intentarlo, esto no puede seguir así”. Sebastián adoró la idea desde el primer momento, y ahí empezamos a pensar en cómo podíamos hacerlo.

En un inicio pensábamos que bastaría con venir en nuestras vacaciones y plantar semillas. Pero como suele pasar, no era tan sencillo como parecía.

Conseguir que crezca una mata atlántica es muy difícil porque alberga una gran diversidad de especies y depende de varios factores. Es importante incluso el orden de las especies que empiezas a plantar, es necesario comenzar por las semillas primarias, que facilitarán el terreno a otros tipos de plantas (secundarias y terciarias). Este tipo de vegetación necesita buena tierra y sombra para crecer, pero el terreno no tenía nada que le hiciera sombra y además era zona de paso del ganado, lo que endurecía el suelo y dificultaba su crecimiento. 

Además yo no tenía ninguna experiencia plantando y tampoco había bibliografía ni tantos recursos como los hay hoy, para saber cómo podíamos hacerlo. No había internet, ni cursos, ni libros. Lo hicimos lo mejor que pudimos con las herramientas que existían en ese momento. Todo fue prueba y error.

Necesitábamos fondos y mucha gente para ayudarnos a hacerlo a mano

Por eso fundamos el Instituto Terra, con Léila al mando, una organización ambiental, sin ánimo de lucro, dedicada al desarrollo sostenible del Valle del Río Doce, en 1998. 

Sebastião y Léila en el Valle del Río

Y en noviembre de 1999 empezamos a plantar. El primer año fue decepcionante, porque por culpa del paso del ganado, perdimos un 60% de lo que habíamos plantado con tanto esfuerzo. Y esto fue muy triste porque perdimos las plantas, el trabajo hecho, el fondo financiero, incluso se perdió cierto sentimiento de felicidad y esperanza de la gente que había participado. Pero aún así, volvimos a sembrar en el mismo lugar, y al año siguiente perdimos menos cantidad. Y así sucesivamente.

Con los años, los árboles fueron brotando, y ahora tenemos más de 2 millones de árboles, 20 tipos de especies de mamíferos que han regresado, 68 especies de pájaros… Yo lo llamo “El bosque del niño” porque tiene árboles que han crecido muchísimo, más de 15 metros, pero todavía no tienen la copa tan completa como la tiene un árbol maduro. Son todavía niños creciendo. 

Juntos hemos reconstruido este bosque de 710 hectáreas de forma lenta pero segura, transformándolo de un terreno árido a un paraíso tropical.

Este rejuvenecimiento también ha tenido un gran impacto en el ecosistema y el clima. Además de reintroducir plantas y animales en el área, el proyecto ha rejuvenecido varios manantiales en esta zona propensa a las sequías, e incluso ha impactado positivamente las temperaturas.

Sebastião dice:

En última instancia, esta gran hazaña ha salvado más que el paisaje local. Todos los insectos, aves y peces regresaron, y, gracias a este aumento de árboles, yo también renací: ese fue el momento más importante.

Sembrar un árbol es como criar un niño. Cuando el niño nace tienes que aprender a protegerlo, antes no sabes cómo hacerlo. Tienes que enseñarle a andar, a caminar, y a que sobreviva hasta que es adulto. Con una planta pasa lo mismo. Tienes que protegerla, cuidarla de las hormigas, del fuego, de las malas hierbas… hasta los 5 años de edad. A partir de ahí ya son independientes. Es capaz de hacerlo sola, al margen de que puedas ayudarla. Así que cuando alguien te diga que son 2 dólares plantar un árbol, es mentira, porque no vale sólo con eso, también hay que cuidarlo. 

Ahora es impresionante mirar lo que hemos creado y ver la vida que hay en cada árbol. 

Como sociedad, tenemos que reponer aquello que utilizamos. Necesitamos seguir produciendo, pero debemos de plantearnos cómo lo hacemos y cómo reponemos lo que hemos quitado a la tierra. 

Hay un solo ser que puede transformar el CO2 en oxígeno, y ese ser es el árbol; necesitamos más bosques con árboles y animales nativos….

Todo el mundo es responsable de esto, no sólo la Industria o el agricultor. Y cuestionarnos qué es verdaderamente lo importante para nosotros. Si lo importante es estar con nuestra familia y amigos, ¿para qué necesitamos comprar tantas cosas? 

Aunque necesitamos estar unidos para conseguir este cambio a nivel mundial. De joven fui de izquierdas, porque creía que había que tomar el poder por la fuerza…, pero ahora sé que tenemos que trabajar juntos. Es mentira eso de que una foto puede cambiar el mundo; puede cambiarlo el trabajo conjunto de las ONG, la prensa, los Gobiernos…

Después de publicar mi último libro de fotografías Amazonia, ya con 77 años, es mi momento de editar todo lo que tengo. Ya se acabaron mis días de fotógrafo, aunque posiblemente soy el que más ha trabajado en la historia de la fotografía. Gracias a eso yo, mi mujer y yo tenemos por delante muchas historias para editar juntos. 

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