¿Alguna vez te ha pasado prepararte para hacer algo nuevo, creer que lo tienes todo calculado y que cuando hayas arrancado, un pequeño detalle que no tenías en cuenta haya perturbado el resultado?
Por ejemplo, te planificas para preparar la receta de arroz al horno que hace tu madre con todos los ingredientes, te pasas las horas cocinando, la metes en el horno programando los tiempos y la temperatura indicada, pero no tienes en cuenta que tu aparato es distinto al que tiene ella, y al final te queda un arroz pasado que no se parece en nada al exquisito plato de tu madre.
Cosas así, que son nimiedades en el día a día, también suceden – y más graves- en empresas con equipos altamente cualificados como es la NASA.
Alan Shepard puede contarte muy bien una de estas anécdotas, pues no tuvieron en cuenta las necesidades fisiológicas que puede tener una persona que además de las razones obvias de pasar horas y horas con un traje, tiene los nervios añadidos de ser el primer americano en cruzar la órbita espacial.
La historia que te cuento aquí tiene su punto de comicidad, pero detrás de ello está el aprendizaje de que por mucha preparación que hayas dedicado a un objetivo, siempre puede haber un aspecto no calculado o algo que no se haya tenido en cuenta.
Cuando haces una predicción o pruebas algo nuevo, hay que tener en cuenta que siempre hay un margen de error.
Todo puede torcerse en una milésima de segundo si no tienes la mente atenta.
Y por muy bueno que seas, has de contar con la humildad suficiente para tenerlo en cuenta.
Eso es así.
Para salvar ese imprevisto, la confianza que tengas en ti mismo y tu capacidad para concentrarte a pesar del miedo, será clave para conseguir el éxito de tu misión.
Alan Shepard, el primer astronauta americano en orbitar el espacio y jugar al golf en la Luna, te cuenta una historia un poco húmeda sobre su primer viaje al espacio y qué pasó antes y después.

Nací en Nuevo Hampshire, en Estados Unidos, en el 18 de noviembre de 1923, y desde siempre quise volar. De pequeño no me importaba estudiar, lo hacía porque era lo que tenía que hacer. Las matemáticas y las asignaturas de ciencias físicas me interesaron más que otras más artísticas, y creo que fui un estudiante bastante bueno, pero lo que más disfrutaba era hacer, moverme, tomar acción.
Como muchos niños, yo soñaba con ello. Mi primer viaje en avión fue en un planeador casero que construimos mi amigo y yo. Desgraciadamente no llegamos a despegar más de un metro del suelo, porque se estrelló.
Más tarde, en los primeros años de la adolescencia, solía ir en bicicleta todos los sábados por la mañana al aeropuerto más cercano, a quince kilómetros de distancia, a empujar los aviones dentro y fuera de los hangares, y a limpiarlos.
Pero por la situación económica de la familia, era difícil que yo fuera a la universidad
Por eso, al cumplir los 20 años, ingresé en la Academia Estatal Naval en Annapolis, Maryland, donde terminé en 5 años en lugar de 6. Me gustaría decir que yo era lo suficientemente inteligente como para terminar seis grados en cinco años, pero creo que tal vez el maestro estaba contento de librarse de mí.

Pero cuando fui seleccionado, después de mi primer período de servicio en el escuadrón, para convertirme en uno de los candidatos más jóvenes para la escuela de pilotos de prueba, empecé a darme cuenta de que tal vez era un poco mejor que los demás.
Después de aquello me metí en un destructor de la Armada de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, peleando contra Japón.
Sobreviví.
En 1947, con 24 años, conseguí mis alas de piloto. Doce años después, acumulé más de 8 mil horas de vuelo.
Además de acumular horas, existía el reto de hacerlo cada vez mejor, de hacer el mejor vuelo de prueba que nadie hubiera hecho jamás. Eso me llevó a ser reconocido como uno de los pilotos de prueba más experimentados, lo que a su vez, me condujo al negocio de los astronautas.
El 29 de julio de 1958, el presidente de EEUU, Dwight Eisenhower creó la NASA y un año después, organizó un concurso para ser astronauta. Nos presentamos 508 candidatos, de los que apenas 110 cumplíamos los estándares mínimos que exigía la NASA. Buscaban pilotos de prueba, acostumbrados a volar en las naves más modernas y avanzadas. Tan innovadoras, que no habían revelado siquiera todos sus secretos, podían fallar y se querían mejorar. Los pilotos las probábamos, detectábamos los errores y recomendábamos las mejoras: nos jugábamos la vida en cada vuelo.
A todos nos hicieron innumerables pruebas escritas, entrevistas técnicas y psiquiátricas y por una revisión profunda de historial médico. Quedamos 32 para pasar por las pruebas ambientales, físicas y mentales en el Wright Air Development Center de Dayton, Ohio.
Después pasamos una semana de evaluaciones médicas, que incluyeron más de 30 pruebas de laboratorio, recopilación de datos químicos, encefalogramas y cardiogramas, entre otras pruebas. Después pasamos por otras pruebas especiales, ergométricas, conteo de radiación corporal, determinación de grasa y agua en el cuerpo, más exámenes cardiológicos y nuevas pruebas con trajes de presión, ensayos de aceleración, pruebas de calor y ruidos, resistencia física, temperaturas bajo cero, inflar globos hasta agotarnos… de todo.
Con tanta prueba, no se sabe cómo no me detectaron una enfermedad que desarrollaría años después y que me hubiera descartado como candidato: la “enfermedad de Meniere”, un trastorno del oído interno que puede causar mareo severo, un sonido agudo o estruendoso y persistente, pérdida de la audición, vértigo, presión o dolor en el oído.
También nos hicieron entrevistas psiquiátricas. Llegamos a convivir con psicólogos a lo largo de varias semanas, donde nos estudiaron como si fuéramos ratones de laboratorio, para establecer nuestras personalidades, nuestras motivaciones, nuestra capacidad intelectual, o si teníamos aptitudes especiales. Uno de los compañeros que resultó elegido, sintetizó todos estos análisis en una sola frase: “Ya nada es sagrado”.
Quedamos 7 pilotos elegidos, los 7 magníficos. Ingresamos en el Proyecto Mercury y fuimos presentados en sociedad en Washington y en la prensa, el 9 de abril de 1959. Éramos: Scott Carpenter, Gordon Cooper, John Glenn, Virgil Grissom, Walter Schirra, Donald Slyton y yo, Alan Shepard.

Como podía esperarse por la época, todos éramos hombres blancos (no se aceptaban mujeres en las escuelas militares de pilotos y el primer hombre negro en graduarse, John Whitehead Jr., lo hizo en enero de 1958, no llegó a ser finalista).
Nos llamaron los “Mercury Seven” y teníamos muchas características en común: cuatro llevaban el mismo nombre de sus padres; todos éramos los hijos mayores o únicos de sus familias; todos, nacidos en Estados Unidos, criados en pueblos pequeños; todos casados y con hijos, y todos éramos protestantes. Teníamos entre treinta y dos años (Cooper, el más joven) y treinta y siete, Glenn (el mayor). Yo era el más alto, un metro ochenta, y Grissom el más bajo, uno setenta. Nuestro coeficiente intelectual oscilaba entre 135 y 147.
Los candidatos queríamos estar en gran forma, queríamos ser capaces de soportar la gravedad cero, queríamos ser capaces de soportar las aceleraciones y desaceleraciones, etc. Así que todos nos entrenamos de manera que probablemente estuviéramos en la mejor condición física que habíamos tenido hasta ese momento
Fue un largo camino, pero ahí estábamos.
Me eligieron a mí para ser el primer estadounidense en jugarme la vida en una nave que apenas medía un metro diez centímetros más que yo y que daba tantas comodidades como estar metido entre el capó y el volante de una camioneta rural de las grandes, sólo que ésta iba al espacio. Se llamaba Freedom, y su destino era sobrepasar la exosfera, llegar al espacio exterior y volver a entrar en la Tierra, el 5 de mayo de 1961.

En aquel momento las naves no estaban tan automatizadas como ahora, así que yo tenía que hacer parte de la maniobra del vuelo. Tenía que ejercer cierto control sobre la nave, en especial durante el vuelo suborbital.
A mí me apasionaba la misión. No considero que mi trabajo fuese ser piloto, sino que mi propia identidad es ser piloto de pruebas, y lo soy a tiempo completo. Me apasionan los desafíos y más si hay cierto peligro en ellos.
Tienes que estar ahí no por la fama y la gloria y el reconocimiento y por ser una página en un libro de historia, sino que tienes que estar ahí porque crees que tu talento y tu capacidad pueden aplicarse eficazmente a la operación de la nave espacial.
Aún así, estaba algo nervioso.
Ya sabes, ser un piloto de pruebas no siempre es el negocio más saludable ni seguro del mundo.
Decidí desayunar ligero aquella mañana, no fuera que necesitase hacer aguas mayores. Me tomé un jugo de naranja y un café. Ya tendría tiempo de comer más si todo terminaba bien. No podía imaginar que aquella decisión me iba a pasar factura unas horas después.
Instalado a los manos de la “Freedom 7”, esperé la hora del lanzamiento y enfrascado en mis pensamientos, solté en voz alta una frase por la que sería recordado “no la cagues Alan”.
Pero después de ese momento, me di cuenta de que tenía otras necesidades que cubrir, que no eran precisamente “cagarla”, sino algo más ligero y líquido. Les pregunté a los controladores “Comprueben si puedo salir rápido y hacer mis necesidades”.
Escuché cómo en el control se desató el pánico. ¿Qué era eso de salir de la nave y volver a entrar después de ir al baño? Eso no era un tren. Ni un bus. Era una nave espacial con una misión que no iba a durar más de quince minutos, una hora si se tenía en cuenta el lapso calculado para el rescate de las aguas del Océano donde iba a caer. Mis ganas de orinar se convirtieron casi en una cuestión de Estado.
Llevaron mi consulta al jefazo del proyecto y de la NASA, Werner von Braun. Un tipo que no caía bien a nadie porque había prestado valiosos servicios a Hitler. Era el padre de la cohetería moderna, creador de bombas voladoras que se utilizaron contra el Reino Unido. Los americanos me capturaron y no sólo me sacaron de una Alemania caída y pobre, sino que me pusieron al frente de su gran proyecto de desarrollo espacial. Los británicos le odiaban. Decían de él “Ah, sí, Von Braun… Ya de joven apuntaba a las estrellas… y hacía blanco en Londres”.
Guerras.
En fin.
Por descontado, su respuesta fue que no: yo no podía dejar la nave para ir al baño y reingresar luego, como si estuviese en un bar de Brooklyn. Parar la operación, quitarme todo lo que llevaba encima… era mucho tiempo y dinero. Se ve que la agencia pensó que no habría problema en aguantarme más de 5 horas mientras todo se preparaba y se realizaba la operación.
Como suele pasar, todo se retrasó unas 3 horas, y estuve unas 8 horas en total con el traje puesto, esperando.
Cuando me informaron sobre su decisión recurrí a mi lógica de acero y a una frase memorable que no termina de estar a la altura de la de Neil Armstrong al pisar la Luna, pero es igual o más elocuente: “Viejo, tengo que mear”, solté con el humor que me caracteriza.
La conversación que siguió en este momento, es historia perdida y no te la puedo relatar. Las transcripciones de la charla fueron borradas y eliminadas de los registros por manos cautelosas. Seguimos una conversación hasta que se hizo el silencio y los controladores escucharon un suspiro de alivio.
De repente, en el control de vuelo, que estaba preparado para dar solución a tremendas emergencias menos a las más elementales, supieron que me había orinado en mi traje espacial.
Sigue siendo cierto que en este negocio -que es básicamente investigación y desarrollo- probablemente pasas más tiempo en la planificación, en la formación y en el diseño por si las cosas salen mal, y cómo afrontarlas, que en buscar que las cosas salgan bien. Aun así, esta circunstancia no estaba preparada.

El líquido se quedó en la parte baja de mi espalda y empapó toda mi ropa interior. Era muy desagradable sentirlo. Pero lo peor no fue eso, sino el drama en la sala de control por lo que podía pasar: yo llevaba conectados cientos de electrodos que medían mi estado físico y anímico, mis pulsaciones, mi ritmo cardíaco y mis reflejos. Todo podía fallar si se mojaba, incluso cabía la posibilidad de que hubieran chispazos y todo estallase.
Como dijo el escritor Neal Thompson en su libro Light this Candle la simple idea de tener que admitir que el primer viajero espacial de Estados Unidos había muerto electrocutado por su propia orina, era un escenario terrible.
Pero la aventura terminó bien. Llegué sano y salvo al mar primero y a suelo firme después. No dejé de lado el humor y cuando me preguntaron sobre el éxito de la misión, dije con falsa candidez y con total lógica que yo no la juzgué un éxito hasta que me sacaron del agua…. Y me refería al agua del mar 😉
La verdad que algo así, lo has hecho en el simulador tantas veces, que no tienes una sensación real de estar emocionado cuando el vuelo está en marcha. Estás emocionado antes, pero en cuanto se produce el despegue, estás ocupado haciendo lo que tienes que hacer. Y yo me concentré.
Sólo estuve 5 minutos realmente en el espacio, pero aquello sentó las bases para que los Estados Unidos se convirtiera en el gran innovador en la exploración espacial.
Esta es la historia humedecida del primer viaje espacial de Estados Unidos. Al menos, sirvió para incorporar en el traje una bolsita para solventar este tipo de necesidades.

Después de aquello me detectaron la enfermedad de Meniere y no pude unirme a las dos siguientes misiones. Aun así, no me desvinculé nunca de la NASA. Aquello era fascinante para mí. Fui jefe de la Oficina de Astronautas hasta que en 1969, ya curado de la enfermedad, me eligieron para comandar el vuelo de la misión Apolo XIV (el siguiente a la famosa frase “Houston, tenemos un problema”, el tercer viaje a la Luna), junto a los astronautas Edgard Mitchell y Stuart Roosa.
Pienso en el logro personal, pero hay más bien un sentimiento de gran logro por parte de toda la gente que pudo poner a este hombre en la luna.
Gracias a ellos, el 15 de febrero de 1971, con 47 años, junto a Roosa, pisamos la Luna mientras Mitchell la orbitaba. Hicimos dos caminatas espaciales, recolectamos 43 kg de rocas (algunos de aquellos fragmentos se encuentran hoy en el Museo de la NASA de Washington), y realizamos algunos experimentos en el suelo lunar.
En aquél momento, saqué algo que me había apañado para guardar en mi traje: un hierro 6 y dos pelotas de golf. Adosé la cabeza de hierro al mango delgado de un excavador lunar y, pese al traje, el casco, la mochila y los guantes, convertí al golf en el primer deporte en ser practicado en la Luna.
Mi tiro fue el más largo de la historia de ese deporte, gracias a la baja gravedad. No estaba muy orgulloso del golpe, puedo golpear más lejos en la Luna. Pero en realidad, mi swing es mejor aquí en la Tierra. El problema es que el traje espacial era tan incómodo que no pude pegarle a las pelotas de golf como en verdad quería. El traje presurizado restringía mi movimiento y el visor del casco no me permitía ver hacia abajo.
El primer intento fue un fracaso, porque la bola sólo voló un poco y se quedó atorada en un cráter lunar. Pero el segundo fue mucho más exitoso y dijo que la bola de golf voló “millas y millas”. Aquí puedes verlo.
Y aunque no lo parezca, lo hice porque aquello también es ciencia 😉

Por cierto, hace poco han encontrado una de las pelotas que lancé, pero me han pillado en que no voló tanto como dije.
Aunque dije que no lo haría, confieso que cuando miré por primera vez a la Tierra, de pie en la Luna, lloré.
Me di cuenta allí arriba de que nuestro planeta no es infinito. Es frágil. Eso puede no ser obvio para mucha gente, y es duro que la gente esté luchando entre sí aquí en la Tierra en lugar de intentar unirse y vivir en este planeta. Nos vemos muy vulnerables en la oscuridad del espacio.
Supongo que los que hemos estado en la NASA entendemos la tremenda emoción y las celebraciones y el orgullo nacional que acompañaron al programa Apolo es algo que no se va a volver a crear, probablemente hasta que vayamos a Marte.
Me retiré de la NASA en 1974, hasta que fallecí por leucemia en 1998.
Y aunque no hice nada de aquello por aparecer en ningún blog ni libro de texto, debo admitir que, después de todo, tal vez soy un pedazo de historia.




Bibliografía: